LA OTREDAD DE LO UNO
Julio Cortázar en las metamorfosis de Fantomas contra los vampiros multinacionales
Carlos Gómez Carro*
En febrero de 1975, Julio Cortázar llega por vez primera a México, pero, como él mismo se encargaría de recordar, ese mismo año, en una entrevista televisiva con el poeta Eduardo Lizalde,[1] no era su primer acercamiento con la cultura mexicana. Dos relatos centrales en su literatura son de tema mexicano, según su propia definición. Tal es el caso de “Axólotl” y “La noche boca arriba”. En ambos relatos se percibe ese mecanismo cortazariano de mutación del alma o del espíritu de un ser a otro, si puede llamarse así a esa operación psíquica, lejanos en el espacio o en el tiempo. Como a Octavio Paz (nacidos el mismo año de 1914), al escritor pampero le obsesionaba la otredad que se agazapa en cada quien y que termina, a veces, apropiándose de nuestro ser. Otredad que a él le interesaba dejar salir en él mismo. Llegar a ser el otro que él mismo era.
Hacia aquel año, se encontraba intensamente involucrado en las deliberaciones del Tribunal Bertrand Russell II, con sede en Bruselas, su ciudad natal (circunstancia que consideraba un hecho accidental), encargado de juzgar y, en su caso, condenar las tropelías cotidianas de los regímenes militares latinoamericanos, las cuales, de acuerdo a las pesquisas del Tribunal, se hacían en alianza con los gobiernos estadounidenses de la época, y que en aquellos días era lo común en el subcontinente. Condena que no pasaba de tener un carácter moral, y que además era escamoteada en la propia América Latina por los regímenes autoritarios que no le daban difusión a las deliberaciones y resoluciones de aquella corte o, de plano, desacreditaban sus trabajos; no en balde, los medios de comunicación solían estar al servicio de las mismas dictaduras ─y de las “dictablandas”, como la mexicana─, salvo algunas excepciones. Una de esas excepciones era el periódico Excélsior, de la Ciudad de México, dirigido entre 1971 y 1976 por Julio Scherer García, por lo que no es casual que en esa editorial publicara el escritor ese mismo año su folletín-historieta Fantomas contra los vampiros multinacionales.
Su viaje a México era, en principio, para integrarse a una comisión que investigaba los crímenes del General Augusto Pinochet, quien en septiembre de 1973 había derrocado y asesinado al Presidente constitucional de Chile, Salvador Allende. No es difícil suponer que esa visita había sido estimulada por la circunstancia afortunada de encontrarse, poco antes de emprender el viaje, con una historieta mexicana, Fantomas, la amenaza elegante, en la cual el escritor aparecía como uno de los personajes, y que le había hecho llegar por esos días su amigo Guillermo Piazza,[2] quien escribía en ese entonces para el periódico Excélsior. De hecho, el comienzo del folletín-historieta del Cortázar es una especie de recreación de esa circunstancia, en donde él, personaje ficticio, viaja a París en tren, y en ese viaje lee un ejemplar de la historieta en la que se descubre en la historieta como uno más de los personajes; en el mundo real, el escritor viaja a México en avión, con ese mismo ejemplar en sus manos y es ahí donde urde la fantasía de su metamorfosis como personaje de historieta y coautor de la misma. Los dos viajes partían de Bruselas, el ficticio y el real. En la historia que nos cuenta, no sólo entrelaza ambos acontecimientos, sino que nos cuenta cómo fragua en su mente la posibilidad de que en una nueva recreación de la historieta, con un desenlace distinto, podría ejercerse una denuncia más efectiva de los regímenes autoritarios latinoamericanos, que el realizado a partir de la literatura y el periodismo tradicionales.
La historieta como género era muy popular en ese entonces en el país (se tiraban millones de ejemplares cada semana), y en el mundo se encontraba en auge. Es el en el número 201 de Fantomas, la amenaza elegante, del 18 de febrero de 1975,[3] el que leería Cortázar en su viaje a México (mismo ejemplar que leía, asimismo, en su viaje a París como personaje de su Fantomas), había salido a la circulación con el título de “La inteligencia en llamas” (se trataba de una revista catorcenal). El ejemplar retomaba, bajo otras circunstancias, el tema de Ray Bradbury en Fahrenheit 454,[4] en donde una civilización autoritaria se dedica a destruir sistemáticamente los libros. Fantomas, un singular antihéroe, es el encargado para desembrollar el enigma, para lo cual se apoya en un grupo de intelectuales entre los cuales se encuentra, como ya advertí, el mismo Cortázar.
Esto es algo que llamó especialmente la atención del gran Cronopio, verse a sí mismo retratado en una caricatura, novedad incorporada al género por Martré (recurso hoy muy socorrido en series como Los Simpsons). Otra extrañeza era que el Fantomas mexicano no seguía las pautas que los novelistas franceses Marcel Allain y Pierre Souvestre crearon para el personaje a partir de 1911, se trata de una “reescritura” del personaje francés, como bien indica Marie-Alexandra Barataud[5] (del personaje francés en uno mexicano, y de éste en el de Cortázar). A diferencia del francés, ladrón, asesino y psicópata, el Fantomas creado por Guillermo Mendizábal[6], continuado y reescrito después por Gonzalo Martré[7] (lo que implicaría, pues, diversos niveles de reescritura, a modo de un palimpsesto o, si se quiere, al modo de una pirámide precolombina), era una especie de ladrón-filántropo, avecindado, como Cortázar, en el París de los años sesenta y setenta del siglo pasado, y con intereses políticos de tintes sociales, además de contar con un gusto estético refinado, al menos en los términos propuestos por la propia publicación.
Es muy probable que la simpatía inicial del escritor por el personaje se haya incrementado al percibir la filosofía que sustentaba aquel pillo de conciencia social que era ese Fantomas “aztequizado” (así lo llamó después en otra entrevista).[8] En uno de los pasajes de “La inteligencia en llamas” dirá Fantomas (el de la historieta mexicana, pero que fiel se reproduce en el texto de Cortázar) a propósito de una obra dramática de Bertold Brecht, La ópera de los tres centavos: “Brecht quiso parodiar las costumbres de la burguesía con las de los estafadores (…), entreveía que las diferencias entre un hombre sin escrúpulos financieros y gángsters es mínima”. Para Fantomas, un burgués y un estafador son, básicamente, lo mismo. Por ello, Fantomas puede robar obras de arte o joyas, sin ningún remordimiento de conciencia: No hacía más que robarle a otros ladrones, lo que ellos habían robado primero.
Éste era un elemento tremendamente corrosivo y contestatario que pasaba, por lo general, desapercibido. Pues a diferencia de “superhéroes” al estilo de Superman o Spiderman, Fantomas, bajo la pluma de Gonzalo Martré, conviene subrayarlo, se proponía como un crítico del sistema capitalista, lo que no pasó por alto el escritor argentino. Incluso, puede decirse que este superhéroe concebido por Martré, carece de “superpoderes”, aunque sí está dotado de una inteligencia sumamente perspicaz, en un cuerpo formidable que, con una disciplina férrea dirigida por un sabio (el profesor Semo, imagen moderna de un Merlín o un Aristóteles en Macedonia) lo llevan a ser el mejor en cualquier disciplina marcial, además de contar con un bagaje cultural muy amplio (amén de una holgada fortuna). Su símil, no son, entonces, los héroes de las tiras norteamericanas, sino el concebido port Ian Fleming en la saga del agente 007. Pero si éste se encuentra, irremediablemente, al servicio de la Reina y del imperialismo británicos, aquél es uno de sus saboteadores y críticos más acervos. Encantado con el personaje, el mismo Cortázar (que nunca llegó a estar consciente, me parece, de todas las implicaciones del personaje) sumaría a estas cualidades del Fantomas azteca, su propósito de denuncia de los grandes poderes trasnacionales de la época.
A propósito de lo señalado, es curioso señalar un paralelismo que ocurría con la historieta mexicana, y en general con la que se publicaba en otros espacios geográficos. Me refiero a que por considerársele un género menor, no se ejercía en ella una censura tan severa como en otras publicaciones periódicas de la época (en México, entre los medios de amplia difusión masiva, sólo el periódico Excélsior y sus revistas, entre las que destacaba Plural, eran capaces de presumir cierta independencia). De manera que un héroe que ejercía el latrocinio, y que tenía tan mala opinión de la burguesía y de sus negocios, podía pasar casi desapercibido para los poderes dominantes. Algo similar a lo que había sucedido en la primera mitad del siglo pasado con las comedias de Buster Keaton y Chaplin, en las que se podía advertir una crítica profundamente vitriólica que se pasaba por alto, dada la poca seriedad que se le atribuía a la comedia cinematográfica.
El caso es que en junio de ese mismo año, la editorial del diario Excélsior publica Fantomas contra los vampiros multinacionales. Una utopía realizable,[9] una obra que no sólo traspasa las fronteras entre la literatura y la historieta, en una feliz simbiosis, en la que cada género aporta lo mejor de sí, sino que, además, acerca a un gran escritor contemporáneo con un público realmente popular, lo que le permite a Cortázar cumplir con ese anhelo de difundir entre un público diferente al que acostumbraba acercarse a sus obras, las condenas a los dictadores y los poderes fácticos del mundo, realizados por el Tribunal Bertrand Russell. Una obra, además, singular por otro detalle que a sus críticos suele escapárseles. En realidad, es una obra al alimón, pues su folletín no sólo parte del Fantomas mexicano, sino que su historia ensambla la versión original de “La inteligencia en llamas” (las ilustraciones son de aquel ejemplar) con los agregados del propio escritor, en donde el final adquiere un sentido no sólo de denuncia, sino que, apegado a las obsesiones del propio escritor, se gesta una continuidad entre los mundos de los dos lados del Atlántico (el París-Buenos Aires de Rayuela, aquí será París-Ciudad de México); entre la narrativa y la historieta; entre la gran literatura y la literatura de masas.
El autor y su obra
Hay escritores cuya mejor biografía es su propia obra. La obra lo es todo o a ella se supedita la imagen primigenia del autor. Eso afirmaba de Pessoa Octavio Paz en su Cuadrivio, para señalar que lo mejor que le ocurrió al poeta portugués fueron sus poemas. La obra como la verdadera biografía de un escritor, de un artista. No obstante, si esto es cierto para muchos escritores y artistas, a Julio Cortázar no podría encasillársele fácilmente en tal aserto. Una obra que solía ser extraordinaria, sí, pero en un hombre también en extremo singular. Y no es que, en su caso, su obra siguiera senderos distintos a los de su vida, sino que, al contrario, ciertas obsesiones personales del escritor parecían reflejarse y hallar su sentido pleno en los enigmas dispuestos en sus textos; en la búsqueda de sí que a partir de ellos emprendía. Como si el escritor quisiera metamorfosear sus enigmas en su quehacer literario. Más que explicación, un paralelismo en donde ambos, obra y escritor, se reconocen, se transmutan, se trasminan: se continúan. Es, preferentemente, en esa conversión de lo uno en otro, en donde ocurre lo extraordinario, en donde lo real se rompe y se presenta la ficción cortazariana.
¿Cómo juzgaba el escritor esa aparición de lo extraordinario en él y en sus textos? La irrupción insolente, maravillosa, de lo fantástico dentro del mundo cotidiano como una realidad alterna. Sobre esta inmersión de lo fantástico en lo real, Cortázar habría confesado en una entrevista con Evelyn Picon Garfield: “”La idea abstracta del episodio fantástico, yo no la he tenido nunca. Yo tengo una especie de situación general, de bloque general, donde los personajes, digamos la parte realista, está ya en juego; está en juego, y entonces allí hay un episodio fantástico, hay un elemento fantástico que se agrega. [Contesta Picon Garfield:] ─Nace de la situación, no de la idea; la situación realista engendra lo fantástico en vez de que la idea se imponga.” (Picon Garfield, 1981: 14-15). En su caso, la realidad genera la ficción; en aquélla se agazapa ésta y salta.
En su biografía, lo extraordinario de la realidad es lo que, en general, le sucede a gran parte de su generación: el descubrimiento de América Latina. Residente gran parte de su vida en París, no dejaba de ser la América al sur del Río Bravo, un enigma para él, y un imán. La Revolución cubana despertó en el escritor un entusiasmo desbordante, en el sentido de que veía en ella el primer encuentro latinoamericano de un destino verdadero. Como si quisiera percibirse él mismo como un militante más, alguien que pudiera agregarse a una lucha común y, en ello, desplazar su casi irremediable individualidad hacia un ser socializado, integrado en un vasto proyecto en el que su literatura sólo sería uno de los múltiples registros de un nuevo mundo. Como si lo poseyera la intención de que entre su yo y el yo social se estableciera una continuidad; un ir del uno al otro. Eso es lo que intuyó que era o debía ser la lucha cubana, y que eso podría ser, como proyecto extendido, la lucha latinoamericana, y en ello, su proyecto literario.
En la gran fiesta de la revolución, los individuos desaparecen y sucede la comunión. ¿Y por qué no se quedó a vivir en Cuba, por ejemplo, y regresaba siempre a su París “burgués”? Da la impresión de que más que saber, intuía que la rebelión latinoamericana no podía ser la de un solo país y tenía que ser, para realmente fructificar, la de todo el espacio latinoamericano, y que debía extenderse, además de la lucha política, al terreno de las artes y de la cultura popular. Desde París podía verse mejor este cuadro. De cualquier modo, éste habría sido uno de sus grandes dilemas. En su celebérrima Rayuela, la Maga, su principal personaje femenino, le reprocha a Horacio Oliveira, alter ego del propio escritor argentino, que su problema consiste en que siempre está, a pesar suyo, fuera del cuadro y no en él; observando la realidad, sin, en verdad, participar en ella: “Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás en la pieza” (Cortázar, 1992: 33). La literatura está fuera de la verdadera vida y hay que crear puertas por donde se pueda entrar y salir; de la ficción a la realidad, de la realidad a la ficción.
En eso consiste parte del problema que se propone resolver Cortázar: cómo ser, desde la literatura, algo más que un testigo. Cómo participar en el cuadro sin dejar de observar el cuadro. El desdoblamiento ficticio y verídico que va de la realidad a la literatura.
Héroes y antihéroes
Estar fuera del cuadro es algo que no sólo le ocurre al personaje de Rayuela, pues es, a todas luces, uno de los dilemas recurrentes de los personajes cortazarianos. Estar fuera y querer entrar; estar adentro y querer salir. En “La noche boca arriba”, uno de los cuentos de tema “mexicano” del escritor, el protagonista sufre un grave accidente que altera los supuestos de su propia identidad. Habitante de nuestro presente, a partir de ese acontecimiento, un sueño recurrente se apoderará de él hasta convencerlo de que es una víctima de un suceso remoto ocurrido en otro tiempo. Puesto simultáneamente ante un quirófano, en su realidad del siglo XX, y frente a la piedra de los sacrificios, quinientos años antes, en su sueño; advertirá que su verdadera realidad es la remota, la del sueño, y que, por consiguiente, su ser verdadero es el de un mesoamericano que será ofrendado a los dioses en la piedra de los sacrificios. Como si siglos de historia no pudieran enmascarar una verdad que se cuela apenas puede volver a dibujarse sobre la superficie de la realidad.
Otro tanto le ocurre al personaje de “Axólotl”, cuya alma transmigrará a la de un anfibio, preso en una pecera. Su protagonista es un obsesivo asistente a acuarios, que intuitivamente pareciera buscar lo extraordinario, lo que poco a poco se le va revelando. Obsesión que sólo es explicable por la circunstancia de que esa transmigración que opera entre él y el anfibio, forma parte de un dilema que se superpone a su propia voluntad y se le ofrece como un destino. En “Lejana”, otro de sus relatos, a Alina Reyes, la protagonista, mujer de vida placentera y burguesa, le gusta conciliar el sueño concibiendo juegos de palabras. Así, los palíndromos, los anagramas. Es como Alina advierte que, a veces, en sueños es otra. Una mujer a quien, en la lejanía borrosa de los sueños tiene una vida más que azarosa. Come mal, sufre las inclemencias del tiempo, le pega la persona que ama, o cree amar; sensación que se vuelve más intensa hacia el amanecer. Decide casarse para viajar, la boda es un medio para resolver el misterio. Se traslada hasta un puente que vagamente reconoce, en el que sabe que ocurrirá lo extraordinario, el encuentro con la mujer de los sueños, de los palíndromos, de los anagramas: “Alina Reyes, es la reina y…”. Alina se transforma en aquélla, en esa otra Alina que, después, verá alejarse desde el puente y ella, la primera, se quedará a sufrir lo que antes sólo se insinuaba en sus pesadillas. Ella siempre fue otra y ese encuentro se lo confirma.
Los personajes de Cortázar sueñan con ser otros, con salir o entrar en otros. En ese juego opera la metamorfosis. El Julio parisino se transforma en el Julio habanero o en el Julio bonaerense. En el Cortázar mexicano. En el Julio latinoamericano. Cuando está aquí, sueña con el allá; en ese allá, París, piensa en el aquí, América Latina. Un yo sobre el que opera la metamorfosis que se manifiesta en sus personajes. En “Casa tomada”, su relato más emblemático, los protagonistas, unos hermanos que viven un matrimonio silencioso, son expulsados de la casa familiar por algo que nunca se dice. La expulsión es, a la vez, una angustia y un alivio, pues los aleja de su pasado, de su herencia, y les permite atisbar, en un sugerente abrazo, una ruptura con aquellas prohibiciones que les impiden ser algo más que hermanos. Sea lo que signifique el relato (es, en el esquema propuesto por Umberto Eco, una “obra abierta”), los personajes rompen y salen de ese espacio de opresión, para ser otros y ser ellos. En “Carta a una señorita en París”, la metamorfosis ocurre en un personaje que vomita, literalmente, conejitos. Él se convertirá en una especie de dios para ellos, situación insoportable para el protagonista pues lo lleva al suicidio, o al deicidio, si aceptamos la metamorfosis. Una metáfora de la muerte de Dios. Un Dios que reniega de su divinidad y de su creación.
En Fantomas contra los vampiros multinacionales, el escritor desarrolla una obra que, como ya advertí, se monta en otra, la desarrollada por una historieta mexicana sobre un héroe enmascarado. Máscara sobre máscara. Un héroe que se instala en las antípodas de otro héroe popular, “Santo, el enmascarado de plata”. Santo tiene un arraigo popular, mientras Fantomas en un héroe aristocrático. Tan aristocrático que vive en París, lugar de residencia de Cortázar, aunque su público real sea el de las barriadas populares de la Ciudad de México. Un París mexicanizado, como el París bonaerense que nos mostrara Cortázar en su Rayuela. El personaje representa las aspiraciones sociales de los ámbitos populares mexicanos: un pillo de corazón generoso, un antihéroe capaz de hacer suyas las causas perdidas. La metamorfosis que esta vez se gesta es la de la literatura en un género de dudoso prestigio, pero de gran arraigo en las masas, la historieta o el cómic, como por lo general se le denomina.
La historia que se cuenta en “La inteligencia en llamas” (el ejemplar de Fantomas, la amenaza elegante que llega a las manos del Cronopio) es simple y terrible, como lo pueden ser las pesadillas. Un día amanece y un hombre advierte que han desaparecido algunos incunables de una biblioteca pública en París. Al hecho, se suceden otras desapariciones de libros en los más diversos lugares del mundo, hasta que el hecho se generaliza. Autores y editores son amenazados por una fuerza maligna para no escribir y no editar más libros. Se trata de un holocausto cultural que significaría el fin de la civilización tal como la entendemos. La alusión al Fahrenheit 454 de Ray Bradbury, como ya apunté, es clara. Al autor de Crónicas marcianas, lo solemos ubicar como un narrador de ciencia-ficción. En este caso, la idea de que en una sociedad futura, los satisfactores materiales ya conseguidos y la búsqueda de la felicidad, terminarían por crear un gobierno autoritario que legislaría sobre las necesidades de los ciudadanos, las que le son o no convenientes, y entre esas necesidades difícilmente se encontrarían los libros, origen del mal. Esa historia, pero ubicada en México adquiere, sin embargo, otro carácter, ya que no se refiere a un futuro temible, sino a un pasado vivido. La destrucción de esos libros que los conquistadores llamaron códices, y de los que se conservaron muy pocos, existió. En la cultura mexicana, no se trata de ciencia-ficción, sino de la más estricta realidad, de una pesadilla a la que es posible regresar.
En un sentido más amplio, se refiere a la bibliofagia o a la biblioclastia, que en la historia humana fraguó la quema de la mítica biblioteca de Alejandría o la quema de libros en el periodo nazi, los de la España medieval, las expurgaciones de la Inquisición o el reciente bibliocausto en Irak, donde se destruyeron las primeras traducciones al árabe de Aristóteles, por ejemplo. En los referentes de Cortázar, se trata de un proceso similar al que se observaba en “Casa tomada”, en la que sus habitantes son lentamente expulsados. En la historia que se nos cuenta en “La inteligencia en llamas”, y que retoma el Fantomas de Cortázar, de igual modo, en un principio se desconoce quiénes están desapareciendo los libros, quienes cometen ese bibliocausto. En la historia original, Fantomas ubica al bibliófobo responsable, un hombre llamado Steiner, quien sucumbirá entre las llamas. Solución del relato que no Cortázar modifica, y es donde comienza la historia que éste nos cuenta. El enemigo de Fantomas se metamorfosea en alguien de mil caras, pues se trata de siniestras “sociedades anónimas”. Frente a ellas, por más denodada que sea la lucha de Fantomas, siempre subsistirán, pues su rostro anónimo está enmascarado. Un rostro tan invisible y una fuerza tan real, como aquella que termina por expulsar a los hermanos de la “Casa tomada”, y es aquí donde el relato adquiere su sello cortazariano. El bibliófobo Steiner se trasmuta en las multinacionales anónimas, así como Fantomas lo hizo de un psicópata a un pillo filántropo, con conciencia social, y de un guionista mexicano en un escritor argentino. La metamorfosis se manifiesta como la regla de la narrativa y del quehacer literario de Julio Cortázar.
Máscaras mexicanas
Y aunque la referencia inmediata de la historieta son las novelas escritas por Marcel Allain (1885-1970) y Pierre Souvestre (1874-1914), tienen ambas un empaque distinto. El Fantômas francés, ya lo señalé, es un psicópata que disfruta de sus crímenes y su sadismo, lo que no ocurre en la versión mexicana. Ésta se inscribe, además, en la tradición de las “máscaras mexicanas”. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz hace una disección sobre el trasfondo cultural de la máscara en nuestra cultura. El mexicano, dice, al “mostrarse, se oculta”. La máscara del Fantomas azteca delata lo paródico del escenario y del personaje: máscara el personaje, máscara el escenario. Un Santo, que ha subido en la escala social; refinado, sí, pero que no deja de mostrar su origen mexicano (chilango, incluso). Con sus fantasías, más locales que francesas, de tener un grupo de bellas ayudantes (cuyos nombres aluden a los doce signos del zodiaco, más una Andrómeda quye redondea el cabalístico 13, tan relevante en el México prehispánico) que forman su harem particular. Un Fantomas que, dada la incompetencia de su perseguidor, el inspector Gerard (como suele suceder con los inspectores mexicanos) tendrá que asumir desde la ambigua condición de delincuente y hombre generoso del héroe enmascarado, la resolución de la justicia en ese París tan mexicano creado por la historieta. Un Santo, a final de cuentas, vestido de frac. En eso consiste, sumariamente, la invención de Fantomas, la amenaza elegante concebida por Guillermo Mendizábal y continuada después de los primeros seis números, por Gonzalo Martré. La máscara de ese Fantomas mexicanizado será para Cortázar el centro de esa nueva conversión, de esa metamorfosis de su París francés en un París azteca; de sus sueños justicieros, en las aventuras de un “enmascarado de plata”.
Si Cortázar quiso crear, como estrategia política, un texto que tuviera un público masivo, en México eso era más fácil a través de la historieta. No sólo por el hecho de que la imagen es un signo con mayor contundencia, más inmediato, que la palabra escrita o porque fuera un género en auge en aquellos años, sino porque la cultura en México, históricamente, está mucho más vinculada a la imagen que a la palabra. La conquista espiritual de México, diría Serge Gruzinski, está vinculada a la imagen, más que a la palabra, pues la imagen fue el medio fundamental y casi único del México precolombino y el medio por el cual procedió la llamada “conquista espiritual”. Y en el México actual, la cultura sigue siendo una cultura de imágenes, en donde la máscara tiene una función relevante. De hecho, toda imagen es una máscara que esconde, más que revelar, un significado: la metáfora-máscara del ocultamiento. Y así como el Santo asciende de héroe popular a héroe aristocrático, la historieta Fantomas ascenderá al rango de literatura. Cortázar emplea el ardid para enmascarar sus propósitos y así divulgar las resoluciones del Tribunal Russell. Lo consigue, hace que un público masivo se entere de aquellas deliberaciones, y comulga en ese público su necesidad íntima de trascender la soledad literaria. Su imagen adquiere, con ello, tintes populares, lo que no dejaría de ser enormemente satisfactorio para el escritor. En el fondo, él quería instaurar una estética compartida, una obra que no sólo fuera de él, sino de la comunidad, de ahí el artilugio de fundirse con un texto que ya delataba diversos creadores. En principio, Allan y Souvestre; después, Mendizábal; más tarde, Martré, y por último, Cortázar mismo. Una obra colectiva, una obra como la llamaría Eco, propia de la cultura de masas.
La literatura es, al final de cuentas, una forma de exclusión, pues, ¿quién, verdaderamente, lee literatura? Los que pueden leerla y que son muy pocos, relativamente, y casi siempre leen desfasados en el tiempo. Si un escritor denuncia, esa denuncia, lo más probable, es que el lector se entere cuando el escritor ya está muerto, o ya ha cambiado de parecer. Es lindo decir que Shakespeare y Cervantes son nuestros contemporáneos, pero es también una manera de alejarnos de nuestro entorno, de que lo real no sea más que una ficción. Lo importante para Cortázar no era sólo que lo sintiéramos nuestro contemporáneo, sino que su mensaje lo fuera también. Desenmascarar al autor para unos pocos, y hacerlo un autor en verdad popular. Al mismo tiempo, autor y personaje, como en un sentido ficcional ya había ocurrido en su literatura.
Historieta y literatura
Eso a Cortázar no le debió pasar por alto. Él, revolucionario de las letras, tenía que poner en entredicho lo que había sido hasta entonces su vocación fundamental, la de escritor, la de discurridor de palabras. Ésa sería su metamorfosis, la de mudar de la palabra a la imagen; de la literatura a la historieta. La de crear un relato que respondiera a las consignas del género, pero sin renunciar a las de la palabra. Crear la puerta que comunicara a ambos géneros. Eso es Fantomas contra los vampiros multinacionales, un título, como se advierte, de historieta, antes que de novela. Un título de ring, de lucha entre las cuerdas. De un enmascarado de plata en contra de los vampiros multinacionales.
Más allá de lo experimental, el texto es de un humor espléndido, apegado a los cánones del género. Con un lenguaje adaptado con gran destreza al de la historieta. El punto de partida es ya insólito, el mismo Cortázar, quien participa en las deliberaciones del Tribunal Russell, dedicado a debatir sobre las violaciones a los derechos humanos en América Latina, se encuentra en una estación ferroviaria de Bruselas con destino a París, por lo que decide comprar algo para leer en el camino y lo único que encuentra en el puesto de periódicos de la estación son publicaciones mexicanas, aquí la primera irrupción de lo fantástico en el texto. Como en otras obras del autor, la ficción se va apoderando del mundo real, hasta el punto ─consistente con los procedimientos estilísticos del autor─ en el que fantástico se ve transformando en lo real. Imaginemos lo absurdo y lo divertido de que en una estación ferroviaria del centro de Europa, se encontrara un puesto de revistas que sólo vendiera publicaciones mexicanas. Fiel a sus procedimientos, el escritor se introduce en los dilemas de la publicación, en ese Fantomas que se desarrolla en “La inteligencia en llamas”. La ficción se apodera de la realidad y él no es más que una feliz caricatura de sí mismo. Tan lo cree, que en boca de Susan Sontang llega a pregonar la superioridad de la historieta, icónica, sobre la literatura, verbal.
Para ello, Cortázar, hace decir a Susan Sontang: “—Hm. Ahora él [Fantomas] y muchos más sabemos que la destrucción de las bibliotecas no es más que un prólogo. Lástima que yo no sea buena dibujante, porque me pondría en seguida a preparar la segunda parte de la historia, la verdadera. En palabras será menos interesante para los lectores.” (las cursivas son mías). Las palabras, a despecho de lo que suelen pregonar los escritores, son menos fiables y expresivas que las imágenes de la historieta.
La metamorfosis última
Como he indicado, el Fantomas de Cortázar pretende denunciar lo que el propio escritor emprende como miembro del Tribunal Russell. En ello, consigna una asociación, la idea de que la tortura y los regímenes totalitarios que han asolado a nuestros países tienen su origen en los intereses de las empresas multinacionales, en nuestros países y en el mundo; ellas son los vampiros del relato. Una tarea que, a fin de cuentas, está por encima de Fantomas. Es sintomático que su derrota, pues es derrotado el héroe, lo sea no tanto por sus limitaciones o falta de astucia, sino por su incapacidad para involucrar a la sociedad en sus propósitos, por su incapacidad para salir de sí mismo y ser más que sólo un rebelde individualista. Un héroe bien intencionado, pero inútil para hacer cómplice de su lucha al conjunto de la sociedad y, como muchas veces se sintió el propio Cortázar, inhábil para ser algo más que un solitario. El texto de Cortázar es de denuncia, sí, aunque puede leerse, comos sucede con la mayor parte de la obra del escritor, sin atender el propósito de fondo. Una denuncia del desasosiego que en nuestros países han ocasionado los intereses de las empresas anónimas multinacionales; pero también la denuncia de las limitaciones del héroe individualista, aun si éste es Fantomas, quien solo jamás podrá enfrentar los problemas por los que atraviesan las sociedades latinoamericanas; es necesaria, puede advertirse, más que la aparición del revolucionario, la de una revolución en la que todos estén involucrados, esa es la lección que para sí y para nosotros nos entrega el Cronopio mayor.
Aquí se nos muestra el dilema de fondo del quehacer literario de Julio Cortázar: cómo entrar al cuadro y no sólo ser testigo, y aún más, cómo ser no sólo testigo, sino participante. Del Che Guevara, a quien admiraba profundamente, habría aprendido que “el primer deber del revolucionario es hacer la revolución”, frase que recupera en su Fantomas. La revolución de Cortázar fue ese ánimo consistente por la innovación, por la ruptura creativa, que en este caso derivó en la inserción de la literatura a secas en la cultura popular; en ser y asumirse a sí mismo como un personaje de historieta. Hacer de Fantomas su gran aliado. En eso consistió en gran medida su revolución en esos días aciagos, en hacer de su ficción un elemento que termine por modificar ese horizonte que llamamos realidad.
Pero eso no le era suficiente. El héroe suele ser un solitario, como él. Eso es Fantomas, un personaje que emprende una tarea que le corresponde a todos, y en eso reside su fracaso. Es incapaz de revertir la destrucción de la cultura que emprenden esos villanos anónimos que el relato denuncia como actividad diluyente, regresiva, de las grandes multinacionales. En ello, en la máscara que toma de Fantomas, se trasluce una lección final que no hemos aprendido y que para el mismo Cortázar parecía ocultarse. Su Che Guevara se parece demasiado al Fantomas que recrea: emprende de modo individual una tarea que le corresponde a todos y no sólo a él. Es un héroe romántico. A pesar de los pesares, en tanto que sus acciones no llegan a involucrar al conjunto de las sociedades latinoamericanas, su actividad permanece fuera del cuadro. Son actos prodigiosos, pero de héroes solitarios. No es que al Che lo traicionaran o que los otros revolucionarios se corrompieran. No. Somos los que estamos dentro del cuadro los que no les damos el pasaporte de entrada. Somos nosotros los que no logramos hacerlos nuestros verdaderamente. Por mi parte, no me acongojo, pues más que enseñarme Cortázar la puerta para entrar en el cuadro, me ha enseñado la manera para salir de él.
* Departamento de Humanidades, UAM-Azcapotzalco.
[1] “Esta es mi primera visita física a México, pero de alguna manera yo siempre he estado presente aquí (…) en algunas cosas que he escrito, el tema era un tema mexicano (…) siempre ha existido una especie de fijación, de amor, de amor a distancia por México”. (1975) Julio Cortázar en México. Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=oBZ7cxblpSY&feature=related
[2] El dato me lo proporcionó Gonzalo Martré vía e-mail. Martré era, a la sazón, el guionista de Fantomas, la amenaza elegante, y es específicamente el autor del número 201, “La inteligencia en llamas”, donde Cortázar es uno de los personajes, el que recibiría Cortázar de parte de Guillermo Piazza, sin el cual la historia del Fantomas del pibe parisino no hubiera existido.
[3] http://www.rlesh.110mb.com/04/04_merino.html
[4] Otra referencia, de acuerdo al propio Martré, es “Oh, inteligencia, soledad en llamas”, primer verso de Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza.
[5] Marie-Alexandre Barataud. http://www.crimic.paris-sorbonne.fr/actes/sal4/barataud.pdf
[6] En 1966 sale a la luz el personaje en la colección “Tesoro de Cuentos Clásicos”, en el número 103 de Editorial Novaro. Es hasta 1969 que adquiere su título de Fantomas, la amenaza elegante y su autonomía como historieta. Su diseñador gráfico fue Rubén Lara y Romero, aunque en su realización habrían participado otros artistas, en especial Gonzalo Mayo. Los primeros seis números corren a cargo de Guillermo Mendizábal, quien lo habría dotado de sus características más relevantes como antihéroe: ladrón, filántropo, refugio secreto, red de agentes, bellas asistentes, diletante, mecenas de científicos, seductor... Después, los guiones serían escritos por Gonzalo Martré, hasta 1979, tiempo en el que se habrían publicado unos 400 números. La revista, a partir de 1980, ya en declive, pasaría a manos de la Editorial Edar.
[7] Martré le agregaría la circunstancia de que Fantomas, “aztequizado” por Guillermo Mendizábal, colabora con personajes famosos de la época (Piazza le habría dicho a Cortázar que “cuando un personaje entra en un cómic, eso es ya la celebridad mundial”).
[8] http://www.youtube.com/watch?v=PSh4AZtnMaM&feature=related
[9] Dos años más tarde, en 1977, en una entrevista para la televisión española, Cortázar describe aquellas circunstancias, y apunta que así como los editores de la revista no le habían pedido permiso para utilizarlo como personaje, él les había regresado la cortesía al publicar su versión de la historieta.